Jul 10
Cultura
por
Pablo González

Dorrego, el padre de los pobres

Hay en la historia argentina escenas que no pasan y van quedando guardadas, tan siniestras como bellas a modo de advertencia. Por ejemplo la de Dorrego, fusilado en 1828 y desenterrado un año después, no es una página cerrada sino un hierro caliente que todavía interpela al poder.

Durante su breve pero encendido gobierno en Buenos Aires, Manuel Dorrego se convirtió en el padre del pobrerío. Gobernaba con el oído puesto en el adobe de las pulperías y no en las tertulias ilustradas. Redujo impuestos al pan y la carne, obligó a los estancieros a cumplir con la leva militar de sus peones (igualando al patrón con el gaucho) y derogó leyes que protegían solo a los grandes comerciantes. A diferencia de los unitarios, que soñaban una república desde el Salón Literario de Marcos Sastre, Dorrego pensaba la patria desde el cuero curtido de las mayorías populares. Repartió tierras fiscales entre los desposeídos, protegió a los soldados negros de la Guerra del Brasil. Resistió presiones extranjeras con una obstinación que lo volvió peligroso para los intereses imperiales. Fue el primero que intentó fundar un partido de masas en la Argentina. Por eso lo amaron los humildes y odiaban los poderosos. Su gobierno fue una intemperie popular que el patriciado no le perdonó.

Desde aquel diciembre polvoriento en el que Cosme Argerich removió la tierra de Navarro con manos de médico y patriota, lo que se encontró no fue un cuerpo, sino una verdad. El fusilado estaba entero. Las botas, la chaqueta escocesa, el corbatín negro, un cráneo destrozado y, sin embargo, incorrupto. El extraordinario estado de conservación fue traducido por el pueblo como milagro. Así fue como Dorrego empezó a resucitar. No por mandato de ningún gobierno, sino por boca de los orilleros, por las guitarras que entonaron cielitos federales, por la desesperación de los pobres que vieron en él un mártir que los había defendido hasta con su silencio en el paredón de fusilamiento. Con ese cadáver barnizado en trementina empezó el mito de ese gran revolucionario.

Hoy, la escena se repite. No con fusiles, sino con sentencias, con falsas conciencias, con gendarmes en las calles y cronistas comprados en los sets de televisión. La historia argentina ha sido fusilada muchas veces desde entonces. Con la patagonia rebelde, los bombardeos de plaza de mayo, las balas de la Revolución Libertadora, con la picana de Camps, los desaparecidos, con la motosierra que ahora recorta el pan y el alma. Como Lavalle, algunos quieren convencernos de que los muertos son necesarios para el orden. Otros se arrodillan frente al féretro, lloran lágrimas tácticas y se ofrecen como herederos.

Pero el pueblo no olvida del todo. De vez en cuando, levanta la tierra con una pala, encuentra una bota, un pañuelo, una cicatriz, y vuelve a mirar. No todo cadáver se convierte en símbolo, pero algunos, como el de Dorrego, son huesos que todavía escriben.

Sería importante hablar de la actualidad argentina teniendo en cuenta esa escena fundacional. Hoy, cuando se predica una libertad de mercado que excluye, que empobrece, cuando se intenta gobernar con el desprecio de los CEOs y la brutalidad de un algoritmo, habría que recordar que Dorrego fue ajusticiado por pensar que el país no era propiedad de los comerciantes ni de los salones, sino de los trabajadores, de los milicianos, de los negros esclavos, de los gauchos sin tierra.

Si el actual presidente, que predica la aniquilación de la política, leyera algo más que manuales de autoayuda liberal, sabría que cada vez que se fusila un Dorrego, otro Rosas se calza la chaqueta y jura venganza. Porque la historia argentina está condenada a vivir con los muertos a cuestas, como en un duelo que nunca termina.

Hoy, como ayer, hay un país que desentierra sus mártires y otro que los vuelve a enterrar, con decretos,con editoriales disfrazadas de noticias. Pero en cada fosa, en cada hueso, sigue latiendo un país que no se deja domar.

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