May 30
Actualidad
por
La Reacción

LA TRAMPA DEL MÉRITO: CUANDO EL ESFUERZO NO ES SUFICIENTE

La meritocracia como dogma: la culpa es tuya

La idea del mérito individual funciona como una religión laica del neoliberalismo. No necesita templos ni sacerdotes: vive en los medios, en las escuelas, en los discursos presidenciales. Nos dice que todo depende de nosotros. Que si no llegamos, es porque no hicimos lo suficiente.

En ese marco, la pobreza deja de ser una consecuencia estructural para convertirse en una falla moral. El trabajador informal no es víctima de un sistema injusto, sino alguien que “no se preparó”. La madre que cría sola en un barrio sin agua potable no es una luchadora, sino alguien que “eligió mal”. El adolescente que abandona la escuela no lo hace porque tiene que salir a trabajar, sino porque “no le puso ganas”.

La narrativa meritocrática no sólo invisibiliza las condiciones materiales de existencia: las reemplaza por juicios morales. Es un dispositivo de control simbólico que exime de responsabilidad a los verdaderos beneficiarios del sistema. Y lo más perverso: convierte a los excluidos en autores de su exclusión.

No todos corren desde el mismo punto de partida

Imaginate una carrera. Dos personas en la línea de largada. Una con zapatillas nuevas, entrenamiento, acompañamiento emocional, y otra descalza, con hambre y sin saber si al volver a casa habrá luz. Ahora pensá que el juez grita: “¡El que llegue primero, se lo merece!”

Esa es la imagen más clara de lo que llamamos “meritocracia” en un país atravesado por brechas históricas. Según el INDEC, más del 50% de los niños y niñas en Argentina crecen bajo la línea de pobreza. ¿Qué mérito se puede exigir en contextos donde faltan derechos básicos?

En Tucumán, por ejemplo, la infraestructura escolar en muchas zonas rurales es precaria: aulas sin ventilación, baños sin agua, docentes que recorren kilómetros para dar clases. ¿Es justo evaluar a esos estudiantes con los mismos criterios que a quienes tienen doble jornada, tutorías privadas y wifi simétrico?

La misma lógica se aplica al mercado laboral. Jóvenes que abandonaron la secundaria por necesidad, madres que cuidan solas, adultos mayores sin cobertura: todos son medidos por una vara que nunca fue diseñada para ellos. Como señala Paulo Freire, “la educación como práctica de la libertad” solo es posible si parte de la realidad concreta de los oprimidos. De lo contrario, no educa: domestica.

La angustia del que “no llega”: cuando el mérito se vuelve tortura

Detrás del discurso del esfuerzo se esconde un mandato cruel: si no podés, es tu culpa. Esa idea cala hondo en millones de cuerpos que hacen todo lo que pueden —y mucho más— y aun así no alcanzan el ideal de éxito que les prometieron.

El resultado es una epidemia silenciosa de ansiedad, frustración y autoexigencia. Jóvenes que sienten que no “rinden” lo suficiente. Madres que se juzgan por no poder con todo. Hombres que creen que pedir ayuda los vuelve débiles. La cultura del mérito no solo distribuye oportunidades desiguales: también reparte angustia, culpa y soledad.

En las redes sociales, esa lógica se profundiza. Influencers del esfuerzo venden recetas mágicas de éxito personal sin mencionar nunca el contexto. “Si yo pude, vos también podés”, repiten, omitiendo que no todos parten desde el mismo lugar. Así, el fracaso se vuelve individual, no social. Y la reacción que se necesita —colectiva, estructural, política— queda sepultada bajo toneladas de autoayuda.

Pero hay otro camino. Uno que implica dejar de romantizar el sufrimiento y empezar a construir comunidad. Recuperar el valor del apoyo mutuo. Romper con la idea de que valemos por lo que producimos. Como decía Rodolfo Walsh, “nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia”. Contar estas historias, entonces, también es un acto de justicia.

La reacción que falta: desmontar el relato para reconstruir el sentido

Si algo nos enseñó esta época es que el relato es tan poderoso como los hechos. Y el relato del mérito, con su gramática del sacrificio individual y la redención por esfuerzo, sigue funcionando como anestesia social. Nos tranquiliza, nos ordena, nos divide.

Frente a eso, necesitamos una reacción. Pero no una reacción reactiva, impulsiva o conservadora. Sino una reacción lúcida, crítica, activa. Una que entienda que la desigualdad no se resuelve con coaching, sino con política. Que el ascenso social no puede ser el privilegio de unos pocos, sino el horizonte compartido de una comunidad que se piensa a sí misma.

Desmontar el mito del mérito no implica resignarse ni caer en el cinismo. Implica dejar de mirar el mundo con los ojos del patrón que se cree justo. Implica volver a pensar la justicia como distribución real de oportunidades, pero también como narrativa posible. Y eso no se hace solo con leyes, sino también con palabras. Con otras historias. Con otros mapas del deseo.

Desde La Reacción, no venimos a prometer éxito, ni a dar lecciones desde un púlpito. Venimos a proponer una lectura incómoda, quizás amarga, pero necesaria. Porque solo si entendemos la trampa, podremos salir de ella. Y porque toda transformación empieza por una reacción.

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