En una época en que el tango se conserva al vacío o se exhibe como pieza de museo con etiquetas doradas, Daniel Melingo elige el camino contrario: lo lleva de la solapa de la camisa hasta la vereda, lo mancha de barro, lo sienta a tomar vino de la casa (o un tetra).
Su último disco, S’il vous plaît, no es una cortesía. Es una irrupción. Melingo no pide permiso: avisa que ya está adentro. No canta para agradar: canta como quien se acuerda de algo que tal vez no puede decir en voz alta, como quien murmura solo en una pensión a la hora del insomnio.
Esto no es un regreso al tango, es una fuga. Una fuga hacia atrás, hacia los márgenes, hacia las raíces más negadas. Casimiro Alcorta, Sinforoso: dos nombres afroargentinos que la historia oficial blanqueó sin rubor. Melingo, sin decirlo, los recupera. Les dedica cada nota torcida, cada timbre bastardo. No busca lustre, busca raíz. Y en esa raíz hay ruinas.
Los géneros se disuelven. La música de este disco pasa por callejones donde Piazzolla se juntó con Tom Waits y Goyeneche, y lo que ocurre ahí no se puede contar, pero queda en el aire, como olor a vino viejo y ceniza. Es un tango que no se deja escuchar de fondo. Hay que mirarlo a los ojos y bancarlo.
El canto de Melingo no es limpio, tal vez nunca lo fue. Es una voz que carga historias, que fuma frases, que escupe puntos y aparte. Hay en este disco una dramaturgia de lo roto. No hay fuegos artificiales. Cada canción es un capítulo de novela donde el absurdo se codea con la belleza, donde lo grotesco jamás oculta el amor.
Algunas canciones que no figuran en el disco ayudan a comprender mejor el mapa. La colaboración con Pity Álvarez en Pesar, ese tango herido que sangra más de lo que canta. El cruce con Pablito Lescano en una versión contaminada de cumbia y bandoneón. Y el encuentro con Fito Páez en La Guitarra, una relectura con versos de Lorca y clima de confesionario. Ninguna está en S’il vous plaît, pero todas pertenecen a su universo. A ese mundo que Melingo viene armando desde hace años, sin pedir disculpas por mezclar, por hibridar, por desobedecer.
“El laberinto se unió como un bandoneón y se escapó.”
La imagen parece escrita por un loco lúcido. Pero es exacta. Es el centro del disco. Un caos que encuentra forma —por un momento— en la música, pero vuelve a fugarse. Como la historia. Como la memoria.
“Toda la vida bailarás, al final seremos vos y yo”, dice.
Y uno entiende que el bandoneón no es solo un instrumento: es un corazón que se abre y se cierra como un acto de amor terminal.
En “Ayer” vuelve el desarraigo.
“Del barrio me voy, del barrio me fui / triste melodía que oigo al partir.”
No es nostalgia de postal. Es el exilio emocional. El tango del que no puede volver, ni dejar de cantar. El que se va y no llega. El que se queda cantando desde el umbral.
No todas las canciones son nuevas. Muchas ya circularon antes. Algunas vienen de otros discos. Hay remixes, hay relecturas, hay grietas. Pero en Melingo la repetición no cansa: obsesiona. Es una forma de volver sobre lo mismo desde otro lugar. Como un espiral. Como una herida que no cierra del todo.
Este disco no busca seducir. Incomoda. Y eso lo vuelve verdadero. En una época de pulcritudes? artificiales, suena imperfecto, suena humano. Suena como alguien que sabe que el tango no es una bandera, sino una confesión.
Melingo no revive el tango. Lo contamina. Lo hace hablar en lunfardo del conurbano, en francés de prostíbulo, en griego de puerto. Lo lleva con él, sin pedirle permiso.
Detrás de todo esto hay una vida. Una historia de fogones con primos, pero también de conservatorio: el Buchardo, el Manuel de Falla. Hay frustraciones con el bandoneón, hasta que aparece el clarinete, ese instrumento ladino, que lo acompaña a Brasil, al saxo, a Los Abuelos de la Nada, a todos y cada uno de los puentes.
Y ahora, en esta etapa final, Melingo se funde con la rebética, esa música griega de exiliados, de cárceles, de resistencia. Como el fado, como el blues, como el flamenco. Como el tango. Lo acompañan músicos que no ejecutan, sino que respiran con él: Muhammad Habbibi Guerra, Camilo Ferrero. Ellos saben: esto no se toca. Se invoca.
Y si había que decir algo más, si faltaba una nota final para cerrar este recorrido, está El Eternauta. No está en el disco, como no estaban Pity, Pablito ni Fito. Pero sí está en Melingo. Porque cuando canta esa Buenos Aires helada, sitiada por una nevada radiactiva que todo lo borra, canta por todos los tangos exterminados, por todas las músicas que supieron morir de pie. Ahí está Oesterheld, claro. Pero también está Walsh. Está la idea de que el arte, si vale, es trinchera, es abrigo, es testimonio. Melingo no musicaliza la historieta: le pone cuerpo al frío. Voz a la espera. Ruido a la ausencia.