Cada vez que un puente se cae, que un hospital colapsa, que una familia queda a la intemperie, aparece el mismo diagnóstico: “el Estado está ausente”. Pero, ¿qué significa realmente esa frase? ¿Ausente respecto a qué? ¿Y quién ocupa ese espacio cuando el Estado no llega?
La idea de un Estado ausente funciona como diagnóstico, pero también como consigna. Sirve para señalar la ineficiencia, pero también para justificar la privatización. Y en esa confusión, lo que desaparece es la pregunta central: ¿quién se encarga de lo común?
En Argentina, la narrativa del Estado ausente convive con una estructura estatal fragmentada, precarizada, desfinanciada. Y al mismo tiempo, con un sistema paralelo de poder donde empresas, iglesias, narcos, fundaciones y ONGs suplantan funciones públicas sin responsabilidad democrática.
Desde La Reacción, queremos preguntarnos qué significa hoy el Estado. No para idealizarlo, sino para pensar lo que pasa cuando lo desactivan. Porque donde no hay presencia estatal, hay mercado, hay punteros, hay algoritmos. Y si no discutimos eso, corremos el riesgo de naturalizar la retirada como si fuera destino. Y toda naturalización acrítica necesita una reacción.
En los barrios populares, la ausencia del Estado no es una metáfora: es experiencia cotidiana. Escuelas sin docentes, centros de salud sin insumos, comisarías sin respuestas, oficinas públicas con horarios imposibles. Allí donde el Estado no llega —o llega mal— la desigualdad se profundiza y la vida se precariza.
En salud, por ejemplo, la falta de inversión pública abre la puerta a negocios privados que convierten el derecho a curarse en un privilegio. En educación, el vaciamiento empuja a los que pueden al sistema privado y deja a los demás atrapados en escuelas estigmatizadas. En seguridad, la respuesta estatal suele ser represión en lugar de protección. Y en asistencia social, cada ajuste deja más gente dependiendo de redes informales o de la caridad.
Pero el Estado no siempre está ausente: a veces está presente de forma selectiva. Interviene para reprimir protestas, pero no para garantizar agua potable. Aparece para controlar, pero no para acompañar. Administra la pobreza, pero no la combate. Regula a los débiles, pero se somete a los poderosos. Esa selectividad no es desidia: es ideología.
Y cuando el Estado se retira —por decisión política o por desfinanciamiento estructural— otros actores ocupan su lugar. Algunos con fines solidarios, otros con fines de control. Iglesias que suplantan al Ministerio de Desarrollo. Narcotráfico que reemplaza la seguridad. Fundaciones que “capacitan” donde debería haber educación pública. Plataformas que se presentan como servicio cuando son negocio.
Desde La Reacción, queremos volver a pensar al Estado no como una carga, sino como una herramienta. No como una maquinaria inerte, sino como un campo de disputa. Porque sin Estado, lo común queda a la deriva. Y frente a esa deriva, lo mínimo que podemos hacer es reaccionar.
“La culpa es del Estado.”
“La solución es el mercado.”
“Hay que achicarlo para que funcione.”
Estas frases, repetidas hasta el hartazgo, no solo describen una realidad: la producen. Fabrican consenso. Justifican políticas de ajuste. Preparan el terreno para privatizaciones, tercerizaciones y recortes que lejos de resolver el problema, lo agravan. Y detrás de cada recorte, hay un nuevo negocio.
Cuando se desmonta el sistema de salud público, florecen las prepagas. Cuando se desfinancia la escuela, crece la matrícula privada. Cuando se retira la presencia estatal de los barrios, surgen fundaciones, iglesias y narcos que “llenan el vacío”. Y cuando se deja de regular el trabajo, las plataformas digitales avanzan con un modelo laboral sin derechos.
En ese contexto, la consigna del “Estado ausente” se vuelve funcional a una estrategia: deslegitimarlo para luego reemplazarlo. No por mejores sistemas, sino por estructuras opacas, segmentadas y desiguales. Así, lo que era un derecho se vuelve un producto. Lo que era colectivo, se privatiza. Y lo que era garantía universal, se convierte en servicio premium.
Lo más paradójico es que muchos de quienes claman contra el “Estado presente” se benefician de él: reciben subsidios, licitaciones, contratos. Critican lo público en abstracto mientras negocian con lo estatal en privado. Construyen relatos de eficiencia que ocultan concentración. Y venden autonomía cuando en realidad buscan impunidad.
Desde La Reacción, queremos desarmar ese relato. No para defender un Estado burocrático e ineficaz, sino para recuperar su sentido. Porque si no discutimos para qué y para quién queremos el Estado, otros lo seguirán usando como caja o como escudo. Y contra esa captura silenciosa, hace falta algo más que denuncia: hace falta una reacción.
En Argentina —y en muchas partes del sur global— hay ejemplos concretos de cómo el Estado puede reactivarse desde abajo. Centros de salud que articulan con redes barriales. Escuelas públicas que se sostienen por la comunidad educativa. Comedores autogestionados que se vuelven referencia social y política. Universidades que no se limitan a formar, sino que también investigan, militan, acompañan.
Estas experiencias no idealizan al Estado: lo interpelan. Lo exigen. Lo completan. No aceptan su ausencia como destino ni su presencia como favor. Lo entienden como herramienta en disputa. Como un terreno donde lo público debe ser defendido, mejorado y ampliado. Y sobre todo, como el espacio institucional que puede garantizar derechos sin pedir fidelidad a cambio.
También hay políticas estatales que, cuando son impulsadas con convicción y controladas con participación, muestran resultados. La Asignación Universal por Hijo. El sistema universitario gratuito. La red pública de vacunación. Los juicios por crímenes de lesa humanidad. Son ejemplos de lo que puede hacer el Estado cuando no se lo terceriza ni se lo abandona.
Pero estos logros son frágiles si no hay ciudadanía activa. Si no hay comunidades organizadas que los defiendan. Porque el vaciamiento siempre está al acecho. El ajuste tiene buenos lobbistas. Y el relato del “Estado ineficiente” es demasiado útil para los que prefieren sociedades desiguales pero ordenadas.
Desde La Reacción, apostamos a una idea de Estado que no sea ni dios ni demonio. Que no sea fetiche ni chivo expiatorio. Sino herramienta política. Plataforma común. Garantía institucional de lo que nos pertenece a todos. Porque sin Estado no hay equidad. Y sin equidad, no hay democracia. Y frente a quienes quieren hacerlo desaparecer en nombre de la eficiencia, lo nuestro es simple: reaccionar.
Pensar el Estado no es idolatrarlo ni negarlo. Es entender que es una construcción histórica, atravesada por tensiones, intereses y disputas. Y que su sentido no está dado: se define todos los días. En el presupuesto, en la calle, en las leyes, en la palabra.
Lo que está en juego no es solo su tamaño, sino su función. ¿Quién decide qué hace el Estado? ¿A quién escucha? ¿A quién protege? ¿A quién regula? ¿A quién deja afuera? Responder estas preguntas no es una tarea técnica: es política. Y es colectiva.
Porque si dejamos que otros respondan por nosotros —si aceptamos sin más el relato de que el Estado es lento, caro, inútil— entonces ganan quienes quieren convertir lo público en negocio. Y cuando eso pasa, lo que se privatiza no es solo un servicio: es el futuro.
Desde La Reacción, defendemos un Estado activo, justo, transparente y presente. No como solución mágica, sino como condición necesaria para una sociedad democrática. Porque donde el Estado se borra, no queda libertad: queda desigualdad. Y porque toda retirada sin criterio exige una respuesta.
Una respuesta que piense. Que proponga. Que interrumpa el sentido común cuando repite sin pensar.
Una respuesta que reaccione.