“El sentido común indica que...”.
Así empiezan muchas frases que no quieren ser discutidas. El sentido común aparece como lo que todos sabemos, lo que nadie se anima a cuestionar, lo que no necesita explicación. Pero ¿y si el sentido común no fuera tan común? ¿Y si lo que parece natural fuera, en realidad, el resultado de una operación simbólica?
En política, en economía, en cultura, el sentido común actúa como cemento ideológico. No se impone por decreto: se filtra por la repetición, la costumbre, el miedo al ridículo. Una vez instalado, define lo posible, lo decible, lo pensable. Y al hacerlo, clausura la imaginación política.
Desde La Reacción, queremos desarmar esa trampa. No por deporte intelectual, sino porque creemos que lo obvio es el verdadero campo de batalla. Que cada frase que no se discute es un muro más en el mapa de lo real. Y que toda transformación necesita, primero, una reacción contra lo que parece inmodificable.
“Los políticos son todos iguales.”
“El Estado es ineficiente.”
“El pobre es pobre porque quiere.”
“El mercado se regula solo.”
“Antes estábamos mejor.”
“Con mano dura se termina la inseguridad.”
Estas frases circulan todos los días. Se repiten en taxis, en sobremesas, en programas de radio, en hilos de Twitter. No necesitan explicación, ni datos, ni contexto. Funcionan como atajos mentales: cerraduras del pensamiento. Pero su eficacia no está en su verdad, sino en su repetición. No informan: encuadran. No abren: clausuran.
Gramsci decía que el sentido común es un terreno de disputa. No es la sabiduría del pueblo, sino una mezcla contradictoria de ideas dominantes que se presentan como naturales. Una ideología sin autor, pero con dirección. Porque lo que parece obvio casi siempre favorece al poder.
Estas “verdades” no se instalan solas. Se cultivan desde los medios, desde la educación, desde la publicidad. Se refuerzan con imágenes, con estadísticas mal usadas, con ejemplos extremos. Y cuando alguien las cuestiona, se vuelve sospechoso, “ideologizado”, “utópico”. Como si pensar distinto fuera el verdadero problema.
Desde La Reacción, proponemos dudar. No de todo, sino de lo que más se repite. Porque ahí está el núcleo duro del sentido común: en las frases que nadie se atreve a desmontar. Y en esa incomodidad, empieza la reacción.
El sentido común no nace en la calle: se construye en redacciones, sets de televisión, timelines y cabinas de radio. Los medios no solo informan lo que pasa: definen cómo debe interpretarse. Titulan con adjetivos. Eligen qué voces amplificar. Omiten lo que incomoda. Repiten hasta que algo suena “normal”.
Un ejemplo: cuando se habla de “gasto público” y no de “inversión social”. Cuando se dice “piquete” en lugar de “protesta”. Cuando se pregunta si una víctima “iba vestida provocativamente”. En cada elección de palabras hay una operación ideológica. Invisible, eficaz, cotidiana.
El lenguaje es una herramienta poderosa de naturalización. Pierre Bourdieu lo explicó con claridad: quienes tienen el poder de nombrar, tienen el poder de imponer lo que es legítimo. Así, ciertos discursos se presentan como neutros, cuando en realidad están cargados de sentidos políticos. El “periodismo objetivo” muchas veces es apenas el disfraz del status quo.
En tiempos de redes, esta lógica se vuelve más peligrosa. El algoritmo premia lo que no incomoda. Lo que confirma. Lo que reitera. Y los medios —que dependen de clicks— refuerzan esa tendencia. La diferencia se vuelve ruido. El análisis, aburrido. El cuestionamiento, marginal.
Desde La Reacción, defendemos otra forma de narrar. Una que no tema nombrar lo incómodo. Que no acepte los marcos heredados sin pensarlos. Porque cada palabra que no discutimos es una renuncia al pensamiento. Y porque disputar el lenguaje también es una forma de reacción.
Lo que parece obvio no lo es para todos. En barrios populares, en escuelas públicas, en radios comunitarias, en espacios de militancia, el sentido común se discute todos los días. No desde la teoría, sino desde la experiencia. Desde el roce con lo real.
Una maestra que explica economía con ejemplos del almacén. Una asamblea vecinal que cuestiona la “inseguridad” cuando ve pasar más patrulleros que ambulancias. Un colectivo travesti que denuncia el uso de “normalidad” como herramienta de exclusión. Un comedor que se organiza y demuestra que la “meritocracia” no llena la olla.
Ahí, en los márgenes del discurso hegemónico, se ensaya otro sentido común. Uno que no nace de los medios, sino de la práctica. Que no impone certezas, sino que habilita preguntas. Que no clausura, sino que abre. Que no baja línea, sino que escucha.
Estas experiencias son más que ejemplos: son laboratorio político. Espacios donde se demuestra que pensar distinto no es un privilegio académico, sino una necesidad urgente. Donde lo que se dice tiene cuerpo, historia, urgencia. Donde la palabra “reacción” no remite a impulso, sino a criterio. A una conciencia que se afila en la conversación con otros.
Desde La Reacción, creemos que ese pensamiento situado, colectivo, incómodo, es la semilla de otra hegemonía. No porque tenga todas las respuestas, sino porque se atreve a hacer las preguntas que el sentido común no tolera.
El sentido común no es un punto de llegada: es un punto de partida. Una plataforma desde la cual actuamos, votamos, juzgamos, soñamos. Por eso es tan disputado. Porque quien logra instalar “lo obvio”, controla el tablero. Define lo que se puede decir. Lo que se puede hacer.
Desnaturalizar el sentido común no es un gesto de superioridad intelectual. Es un acto de honestidad colectiva. Es asumir que muchas de nuestras certezas no son nuestras: nos las dieron. Nos las repitieron. Nos las metieron hasta que las dijimos sin pensar. Y que salir de ahí no es fácil, pero sí urgente.
Pensar lo común es construir otra idea de comunidad. Una donde la justicia no suene utópica. Donde el Estado no sea un chiste. Donde el mercado no sea una ley natural. Donde el futuro no se parezca al pasado con mejor WiFi.
Desde La Reacción, escribimos para incomodar lo obvio. Para abrirle grietas al “todo el mundo sabe que...”. Para mostrar que lo común no es lo dado, sino lo que se construye. Y que toda construcción política empieza con una palabra que interrumpe, que desarma, que reordena.
Una palabra que incomoda. Una palabra que piensa. Una palabra que reacciona.