Terminás la jornada, cerrás la computadora, bajás la persiana. Y ahí empieza otra cosa: cocinar, limpiar, cuidar, escuchar, ordenar, planificar. El trabajo después del trabajo. Ese que no se paga, no se computa, no se reconoce. Pero sin el cual todo lo demás colapsaría.
Durante siglos, ese trabajo fue feminizado, invisibilizado, relegado al ámbito privado. Se lo llamó “natural”, “instintivo”, “amoroso”. Pero no es un regalo: es producción. Es tiempo. Es esfuerzo. Y como toda forma de trabajo, está atravesado por relaciones de poder.
En una sociedad que mide el valor en horas facturables y sueldos mensuales, lo que no entra en planilla queda fuera de la política. Y sin embargo, ahí —en lo doméstico, en lo invisible, en lo cotidiano— se juega una parte enorme de nuestra vida en común.
Desde La Reacción, queremos mirar de frente esa zona opaca. No para victimizar, sino para politizar. Porque lo que hacemos cuando nadie nos mira también construye mundo. Y si el mundo que habitamos es injusto, pensar desde ahí no es solo urgente: es una reacción.
Durante siglos, la noción de trabajo estuvo asociada a lo productivo, lo público, lo masculino. El obrero en la fábrica. El empleado en la oficina. El comerciante en su local. Todo lo demás —lo que pasaba en las casas, en los patios, en los cuerpos— se etiquetó como “naturaleza”. Como parte del orden de las cosas.
Así, cocinar, limpiar, criar, cuidar, acompañar no fueron considerados trabajo. No por falta de esfuerzo, sino por exceso de ideología. La división sexual del trabajo separó lo que genera valor económico de lo que sostiene la vida. Y en esa separación, millones de mujeres, niñas, abuelas y cuidadoras quedaron atrapadas en una maquinaria que funcionaba gracias a su labor, pero sin reconocerla.
El capitalismo necesitó esa invisibilización. Porque para que el obrero llegara puntual a la fábrica, alguien tuvo que hacer el desayuno, preparar la ropa, cuidar a los hijos. Para que el profesional rindiera en su oficina, alguien tuvo que limpiar la casa, resolver los problemas familiares, contener emocionalmente. Todo eso era trabajo. Pero no salario. No derecho. No política.
Con el tiempo, los feminismos pusieron palabras a esa injusticia. Nombraron el trabajo reproductivo. Señalaron su rol central en la economía. Y exigieron que el cuidado dejara de ser un “gesto amoroso” para convertirse en una cuestión pública. No para mercantilizarlo, sino para socializar su carga. Para democratizar su gestión.
Desde La Reacción, creemos que sin ese reconocimiento, el relato del progreso es una estafa. Que no se puede hablar de justicia social sin mirar lo que pasa entre paredes. Y que politizar lo íntimo no es exagerar: es ejercer criterio. Y como todo criterio incómodo, necesita una palabra que interrumpa: reacción.
Si el trabajo visible es la punta del iceberg, el trabajo de cuidado es la masa sumergida. Aquello que no se cuenta, pero sin lo cual nada funciona. Cocinar, lavar, cuidar, atender, acompañar: todas tareas que permiten que alguien más produzca, estudie, rinda, cree, compita. Sin cuidado, no hay economía. Pero en la economía formal, ese trabajo no figura.
La pandemia de COVID-19 hizo estallar esa verdad a gritos. Cuando todo se cerró, las casas se convirtieron en escuelas, oficinas, guarderías, hospitales improvisados. Y la carga recayó, una vez más, sobre las mujeres. Madres que sostuvieron el día a día mientras hacían home office. Abuelas que reemplazaron servicios colapsados. Redes de cuidado que se multiplicaron en los barrios para que nadie quedara solo.
Ese momento de crisis desnudó lo que siempre estuvo: que el cuidado no es un “extra”, sino una infraestructura vital. Que no hay progreso sin afecto. Que no hay productividad sin descanso. Que no hay derechos si no hay quien los sostenga en lo cotidiano.
Sin embargo, cuando la urgencia pasó, la visibilidad también se evaporó. El sistema volvió a funcionar como si ese trabajo no existiera. Como si la vida se mantuviera sola. Como si el cansancio fuera un problema individual y no un síntoma estructural. Y ahí está el núcleo del problema: se exige sin pagar, se espera sin agradecer, se sobrevive sin redistribuir.
Desde La Reacción, insistimos: el cuidado es trabajo. Es economía. Es política. Y su negación no es solo una injusticia de género, sino una falla estructural del sistema. Porque si lo esencial no se reconoce, entonces todo lo demás es precariedad disfrazada de eficiencia. Y desenmascarar esa precariedad es, también, una reacción.
En los últimos años, el trabajo de cuidado comenzó a ganar espacio en la agenda pública. No por concesión del sistema, sino por insistencia de quienes lo sostienen. Los feminismos empujaron diagnósticos, propusieron políticas, construyeron saberes. Y lo que antes era “asunto doméstico”, hoy se discute en congresos, sindicatos, gobiernos.
Una de las demandas más fuertes: sistemas integrales de cuidados. Redes estatales que garanticen guarderías, centros de día, licencias equitativas, infraestructura pública pensada para la vida cotidiana. No como parches, sino como política de Estado. No como favor, sino como derecho.
También se multiplican experiencias comunitarias. Espacios de cuidado compartido, redes vecinales, cooperativas de trabajo que entienden que cuidar no es tarea individual, sino función colectiva. Proyectos donde el tiempo no se mide en productividad, sino en sostenibilidad. Donde la vida no se organiza alrededor del mercado, sino del vínculo.
Pero estas experiencias no son la norma. Siguen enfrentando falta de recursos, desconfianza institucional, lógica patriarcal. Y, sobre todo, siguen chocando con un sistema que separa “trabajo” de “vida”, “economía” de “afecto”, “producción” de “reproducción”. Esa separación no es natural: es política. Y sostenerla es una decisión.
Desde La Reacción, creemos que la verdadera transformación social no pasa por aumentar el PBI, sino por reorganizar el tiempo y los vínculos. Que cuidar no es “ayudar”: es trabajar. Que redistribuir el cuidado es redistribuir el poder. Y que toda política que lo ignore, reproduce la injusticia. Frente a eso, lo mínimo es decirlo. Lo mínimo es reaccionar.
Imaginar una sociedad más justa no es solo repartir ingresos, sino repartir tiempos. No es solo garantizar derechos, sino garantizar sostenes. No es solo pensar en producción, sino en reproducción de la vida. Y en ese nuevo mapa, el cuidado no puede seguir siendo el margen: tiene que ser el centro.
Porque cuidar no es sinónimo de sacrificio ni de rol natural. Es una tarea social, indispensable, compleja. Y como tal, debe ser visibilizada, reconocida, remunerada, compartida. No entre mujeres. No entre “madres responsables”. Entre todos. Como ciudadanía. Como comunidad.
Eso implica revisar nuestras prioridades. Cambiar la pregunta de “cuánto produce” a “qué sostiene”. De “quién manda” a “quién cuida”. De “cómo crecer” a “cómo vivir mejor”. Y ese cambio de perspectiva no es solo técnico: es profundamente político.
Desde La Reacción, no queremos un futuro donde el cuidado siga siendo un asunto privado, silencioso, naturalizado. Queremos un presente donde se lo diga, se lo piense, se lo discuta, se lo distribuya. Porque toda sociedad que descansa en espaldas invisibles es una sociedad injusta. Y porque toda injusticia que se oculta tras la costumbre merece una palabra que la interrumpa.
Una palabra que no decore, que no edulcore, que no escape.
Una palabra que piense. Una palabra que reaccione.