Hay alguien que se llama León Rozitchner. Se llamó. Y se sigue llamando, porque hay nombres que no se borran con un decreto presidencial ni con una resolución de un Consejo Directivo. Hay nombres que revientan la mediocridad con la fuerza de su sola mención. León Rozitchner es uno de ellos.
Filósofo, militante, judío. Exiliado. Polemista fraterno. Pensador argentino en la más íntima acepción del término. Rozitchner no le esquivaba el cuerpo al pensamiento. Pensar, para él, era una responsabilidad vital. José Pablo Feinmann dijo alguna vez que su palabra era expectorante. No porque expulsara, sino porque venía del cuerpo, de una zona donde el pensamiento duele, donde el dolor exige una forma.
A Rozitchner no lo quisieron en ninguna cátedra que no pudiera domesticarlo. Sus estudiantes lo amaron entre otras cosas porque era indomable. A fines de los años 90 fundó su cátedra que oficiaba de ser su trinchera, su fogón, en Sociología de la UBA. La cual más tarde la dieron de baja. Como si se pudiera cancelar lo que ya fue sembrado. Como si se pudiera borrar el nombre de quien puso en palabras con lucidez las heridas más profundas de nuestro país.
No. No se puede.
Uno se pregunta qué clase de país extirpa de su universidad pública una cátedra como esa. Miedo al pensamiento crítico. Miedo al que no obedece. Miedo al que piensa con el cuerpo, desde el sufrimiento.
El gran León Rozitchner decía que pensar no es sólo razonar sino que es activar los afectos, conectar la sensibilidad con la historia. Denunció como pocos el intento de la dictadura de reemplazar el terror físico por el terror simbólico. Y fue más lejos, denunciando también las alucinaciones de cierta izquierda, incapaz de diferenciar entre una violencia defensiva y una violencia opresora, entre la ética del pueblo y la eficacia del enemigo. Esa izquierda que, en nombre de la revolución, se terminó muchas mimetizando con cierta lógica conservadora.
En una Argentina de falsas reconciliaciones, donde la palabra “paz” suele significar “obediencia”, León eligió siempre el conflicto. No por sadismo dialéctico, sino porque sabía que el pensamiento es inútil si no sirve para defenderse. Para defenderse de una filosofía que se ahoga en categorías europeas mientras el pueblo se desangra en los barrios populares, para defenderse del poder que convierte la palabra “democracia” en un mera expresión de la derrota.
Rozitchner no escribió sobre el ser o el deber-ser. Escribió sobre el peronismo, sobre Cuba, sobre las Malvinas. Es decir, escribió sobre nosotras y nosotros. No como una indulgente postal de la historia, sino como un campo de batalla donde se dirime la posibilidad misma de tener un cuerpo, una lengua, una verdad. “Deseo que las Fuerzas Armadas argentinas sean derrotadas en esta guerra”, escribió durante el conflicto de Malvinas. Fue un gesto brutal, impensado, incluso ambigüo, pero profundamente argentino. Decir eso, cuando el fervor patriótico fabricaba ilusiones de redención, podía ser entendido como fidelidad a los desaparecidos, a los torturados, a los que seguían gritando bajo tierra.
Lo que León pensó sobre la violencia debería ser enseñado en las escuelas, leído en voz alta en las esquinas. Porque enseñó que no hay una violencia, hay dos. Que no es lo mismo quien oprime que quien resiste. Que no es lo mismo matar para mantener el orden que poner el cuerpo para quebrarlo. Que hay una violencia que nace del cuerpo y de los afectos, y otra que nace de las instituciones del miedo.
Hoy, cuando un gobierno de ojos azules y motosierra en mano arrasa con los restos del lazo social, hace falta más que nunca ese pensamiento encarnado. Ese que no se deja domesticar por las abstracciones de una izquierda que ya no se permite sentir. Que repite consignas como quien recita un código penal. León les hablaba a ellos también. Les advertía que una revolución que no sabe llorar está condenada a repetir los crímenes que juró combatir.
Y hablando de justicia, Rozitchner fue también de los pocos intelectuales judíos que denunció con claridad la violencia del Estado de Israel hacia Palestina. Dijo que un pueblo que conoció el exterminio no puede, en nombre de esa herida, repetir la lógica del genocidio. Lo dijo con dolor pero sin distancia. Con amor por su identidad, pero sin traicionar la ética. Ser judío, escribió, no es solo un hecho biológico y una herencia cultural; es reconocer esa mirada inhumana que a uno le devuelve el mundo, y desde ahí pensar el mundo entero. Repetir, decía, es la antesala del totalitarismo.
Podemos conocer a León Rozitchner en sus palabras. En los fragmentos que se pueda leer. En los ecos de sus discípulos. En las aulas donde su nombre todavía hace eco. Rozitchner, decía Diego Sztulwark, no es un filósofo de manual. Es una figura que atraviesa el siglo XX argentino de punta a punta. Que vivió para batallar y pensó para no mentirse.
En una sociedad que domesticó la conciencia y tercerizó el pensamiento, Rozitchner es una presencia insoportable. Por eso lo quieren borrar. Pero no pueden. Cada vez que alguien lea La izquierda sin sujeto, cada vez que se debata cualquiera de sus obras, Rozitchner vuelve como una brújula para pensar con el cuerpo.
Desde La Reacción, lo invocamos. No desde la superioridad ni desde la pose, todo lo contrario. Intentamos invocarlo desde abajo, con mucho respeto. Intentamos no traicionar su legado, el legado de una conciencia feroz, de un pensamiento libre, una ética que no claudica. Nos gustaría poder pensar como León enseñó, con la historia encima, con la pertinencia de quien sabe que pensar, a veces, es la única forma de resistir.
Rozitchner fue y es una voluntad. La de batallar hasta el final por la verdad. La de no rendirse nunca. La de seguir siendo, aún después de muerto, un batallador incansable. En esta hora de derrotas disfrazadas de libertad, recordarlo no es un acto académico, es una forma de autodefensa. Volver a sus textos, a sus clases, a su voz, es abrir una hendija en una pared de cemento que nos separa de los otros. De los que aún creen que se puede pensar con el cuerpo, que se puede resistir sin asesinar, que se puede amar políticamente.