La política ya no se discute solo en el Congreso o en las calles. También se juega en Twitter, en TikTok, en las conferencias de prensa transmitidas en vivo. Los gestos, los memes, los silencios, las puestas en escena. Todo comunica. Todo se calcula. Todo se vuelve parte del guión.
En esta nueva era, gobernar no es solo gestionar: es narrar. No es solo tomar decisiones, sino instalarlas. Justificarlas. Producir emociones alrededor de ellas. Porque la ciudadanía no solo evalúa los resultados: también evalúa el relato. Y muchas veces, el relato se impone sobre los hechos.
Desde La Reacción, no negamos el valor de la comunicación. Al contrario: creemos que es parte esencial de la política. Pero cuando el espectáculo reemplaza a la acción, cuando el marketing suple al pensamiento, cuando el formato gana al fondo, entonces la democracia se vuelve una escenografía vacía.
Y frente a eso, proponemos interrumpir la ilusión. Apagar el reflector. Preguntar lo que nadie guiona. Y como siempre, reaccionar.
La política siempre necesitó símbolos. Desde las coronas reales hasta los micrófonos del siglo XX, el poder se representó a sí mismo. Pero algo cambió con la irrupción de los medios masivos, primero, y con las redes sociales después: el poder dejó de representarse solamente... para empezar a performarse.
Con la televisión, los líderes ya no solo debían hablar bien: debían verse bien. Aparecer confiables. Simpáticos. Emotivos. Ronald Reagan fue actor antes que presidente, y no fue un accidente. Carlos Menem se subió a Ferrari. Obama le habló a la cámara como si fuera un amigo. Los consultores de imagen ocuparon el lugar de los asesores políticos.
La llegada de las redes sociales potenció esa lógica: la política ya no se muestra solo en actos públicos, sino en posteos cuidadosamente diseñados, en transmisiones en vivo que editan la espontaneidad, en gestos virales que reemplazan los discursos. Se gobierna, cada vez más, en clave de contenido.
Y así, el debate político se convierte en storyboard. Las decisiones se adelantan en primicias. Los escándalos duran 48 horas. La complejidad se resume en frases que entran en una historia de Instagram. Y la figura del político se funde con la del influencer.
Desde La Reacción, no creemos que la comunicación sea un “adorno” de la política. Al contrario. Pero sí creemos que cuando todo se convierte en espectáculo, lo real pierde densidad. Y si la política se convierte en una serie de Netflix, lo único que queda es elegir bando... o apagar la pantalla. Frente a eso, hay que pensar. Y para pensar, hay que reaccionar.
En un sistema dominado por la lógica del espectáculo, los tiempos políticos se aceleran al ritmo de las redes. Ya no importa tanto la consistencia de una política pública, sino su efecto inmediato. Ya no se debate un proyecto: se mide su “impacto comunicacional”. Ya no se gobierna para transformar: se gestiona la percepción.
Esto tiene consecuencias profundas. Las políticas complejas —las que requieren diálogo, plazos, conflicto, pedagogía— pierden lugar frente a medidas efectistas. Los diagnósticos se simplifican. Las soluciones se resumen en slogans. Se gobierna por impacto, no por proceso. Por el titular, no por la trama.
En ese escenario, la ciudadanía no participa: reacciona. Apoya o cancela. Aplaude o ironiza. El algoritmo premia lo binario y castiga el matiz. Y eso despolitiza. Porque pensar requiere tiempo, y el tiempo es un lujo que el timeline no permite. Lo viral gana al criterio. Y lo que no entra en formato, se borra.
Además, esta lógica construye una clase política cada vez más profesionalizada en lo mediático, pero más distante en lo territorial. Líderes que saben hablar ante cámaras, pero no saben responder en asamblea. Que saben conmover, pero no escuchar. Que viven atentos al trending topic, pero desconectados de lo común.
Desde La Reacción, queremos recuperar la política como espacio de lo denso, de lo contradictorio, de lo que no siempre se puede reducir a 280 caracteres. Porque si todo se vuelve show, lo urgente se diluye en la estética del instante. Y frente a eso, no basta con apagar el celular: hay que prender la cabeza. Hay que reaccionar.
No todo está perdido en el show de la política. Existen formas de comunicación que no necesitan filtros ni algoritmos para tener sentido. Están en los barrios, en las asambleas, en las radios comunitarias, en los medios autogestivos, en los encuentros donde lo importante no es “cómo queda” sino qué se construye.
Allí, la comunicación política no es performance: es vínculo. Se habla para escuchar, no para imponerse. Se cuenta lo que se hace, pero también se reconoce lo que falta. No se edita la incomodidad: se la abraza. Porque no se busca audiencia, se busca comunidad.
Son espacios donde la palabra no se repite como consigna vacía, sino que se teje con otros. Donde el conflicto no se evita, se tramita. Donde el mensaje no se formatea para ganar clicks, sino que se adapta al ritmo del encuentro. Ahí, la política vuelve a tener cuerpo. Tiempo. Contexto.
También hay actores institucionales que ensayan otra manera de comunicar. Funcionarios que rinden cuentas sin maquillaje. Referentes que no le temen al silencio. Campañas que apelan a la inteligencia, no al sobresalto. Y aunque muchas veces estas experiencias no se viralizan, sostienen un tipo de comunicación más honesta, más cercana, más transformadora.
Desde La Reacción, queremos amplificar esas voces. No porque sean perfectas, sino porque son reales. Porque no actúan: hacen. Y porque en tiempos donde todo se guiona, improvisar con criterio es un gesto político. Un gesto que no busca like, pero sí sentido. Un gesto que no grita: reacciona.
La comunicación no es un accesorio de la política: es su territorio de batalla. Se puede usar para maquillar, distraer, manipular. Pero también se puede usar para decir, para escuchar, para incomodar, para construir. No es la forma de algo: es parte del fondo.
Cuando se la reduce a marketing, la política se vacía. Se convierte en producto. En trailer. En ilusión. Pero cuando se la entiende como herramienta, como derecho, como proceso, entonces se vuelve motor de transformación. Porque quien comunica bien no es el que más impacta: es el que más conecta.
Conecta con la historia. Con los cuerpos. Con las preguntas. Con la verdad, incluso cuando duele. Y en ese vínculo, reaparece la política como experiencia común. Como posibilidad de pensar juntos lo que nos pasa. Como ejercicio del criterio, no como pasarela de gestos.
Desde La Reacción, no queremos líderes carismáticos: queremos ideas claras. No queremos campañas brillantes: queremos decisiones responsables. No queremos relato sin realidad: queremos realidad narrada con verdad. Porque la única comunicación política que vale es la que no le teme al conflicto. La que no actúa: se compromete.
Y frente a un sistema que nos quiere espectadores, lo urgente no es consumir otro show. Lo urgente es pensar. Lo urgente es reaccionar.