Nos enseñaron que la ciencia es objetiva. Que los datos hablan por sí solos. Que el laboratorio es un lugar aséptico, separado del mundo. Que el conocimiento científico está por encima de la política, del poder, de las ideologías.
Pero esa idea —tan extendida como cómoda— es falsa. O al menos, incompleta.
Porque toda ciencia se produce en un contexto. Toda pregunta científica tiene una historia. Y toda decisión de investigación implica una elección política: de qué mirar, de qué ignorar, de qué priorizar. No hay neutralidad en la agenda científica. Como tampoco la hay en su financiamiento, su aplicación, su lenguaje.
Desde La Reacción, queremos abrir una grieta en ese imaginario de la ciencia “pura”. No para desacreditarla, sino para pensarla críticamente. Porque solo reconociendo su dimensión política podemos defenderla de verdad. Y porque toda forma de conocimiento que se presenta como neutra, suele servir a un poder que no lo es.
Por eso escribimos este artículo. Como una reacción frente al cientificismo ingenuo. Pero también como una apuesta: que se puede hacer ciencia con conciencia.
Durante siglos, la ciencia fue presentada como una torre de marfil. Un lugar limpio, racional, ajeno a las pasiones humanas. Sus actores —los científicos— eran vistos como héroes objetivos, dedicados a la verdad sin intereses. Esa narrativa, instalada sobre todo desde el siglo XIX, fue funcional a los Estados-nación, a las élites ilustradas y, más tarde, al capitalismo global.
Pero esa imagen nunca fue cierta. La ciencia no existe en el vacío. Se hace en laboratorios financiados por instituciones, gobiernos, empresas. Se basa en prioridades políticas: qué enfermedades estudiar, qué tecnologías desarrollar, qué zonas explorar, qué cuerpos examinar. Y cada una de esas decisiones responde a lógicas de poder.
El conocimiento no surge solo del método, sino de una mirada sobre el mundo. No es casual que durante décadas se investigara más sobre fertilizantes que sobre enfermedades tropicales, más sobre inteligencia artificial que sobre educación pública, más sobre armas que sobre alimentos. No es casual: es político.
Incluso los conceptos científicos están atravesados por lenguaje, cultura e ideología. ¿Qué significa “eficiencia”? ¿Qué se entiende por “desarrollo”? ¿Qué valor le damos a lo que no se puede medir? ¿Por qué la ciencia del Norte global se considera “universal” y la del Sur, “local”?
Desde La Reacción, proponemos dejar de repetir el mantra de la neutralidad. No para caer en el relativismo, sino para abrir espacio al pensamiento crítico. Porque reconocer que la ciencia es política no la debilita: la vuelve más honesta. Y porque todo lo que se presenta como natural, sin contexto, merece una reacción.
La pandemia del COVID-19 fue, quizás, el momento más explícito en que la ciencia dejó de ser “neutral” ante los ojos del mundo. De un día para otro, los epidemiólogos se volvieron figuras mediáticas, los modelos estadísticos dominaron las agendas, y los laboratorios farmacéuticos se convirtieron en actores geopolíticos clave.
Pero más allá del heroísmo de muchos investigadores y del avance real en vacunas y tratamientos, la pandemia expuso brutalmente los intereses que atraviesan la producción de conocimiento. ¿Quién accedió primero a las vacunas? ¿Por qué algunas patentes se protegieron a costa de millones de vidas? ¿Qué sistemas de salud colapsaron y cuáles resistieron? ¿Qué tipo de ciencia se privilegió? ¿Y cuál se dejó de financiar?
La ciencia no solo operó como herramienta de salvación, sino también como frontera de exclusión. Mientras se hablaba de “seguir la evidencia”, los gobiernos negociaban con farmacéuticas privadas. Mientras se proclamaba la universalidad de la medicina, miles morían por falta de infraestructura básica. Y mientras algunos defendían el “rigor científico”, otros reclamaban que la experiencia territorial, comunitaria y ancestral también era conocimiento válido.
La pandemia fue una escena bisagra: nos mostró que la ciencia importa, sí, pero también que está atravesada por decisiones políticas profundas. Negarlo es ingenuo. Reconocerlo es el primer paso para democratizar el conocimiento.
Desde La Reacción, no buscamos atacar a la ciencia. Queremos pensarla. Sacarla del pedestal y ponerla en diálogo con las urgencias sociales. Porque no hay forma de cuidar lo público si no entendemos cómo opera el poder en lo que creemos sagrado. Y porque incluso en los laboratorios más brillantes, hace falta una reacción.
Frente a la ciencia centralizada, extractivista y desconectada del territorio, emergen —y resisten— otras formas de conocer. Son las ciencias comunitarias, campesinas, indígenas, populares. No tienen grandes laboratorios, pero sí historia, memoria y vínculo con el entorno. No producen papers, pero cultivan alimentos sin veneno, curan con saberes ancestrales, detectan contaminación donde nadie mide, sistematizan experiencias de vida que salvan vidas.
Estas formas de conocimiento no se oponen a la ciencia académica: la interpelan. Le recuerdan que el conocimiento no es solo acumulación de datos, sino relación con el mundo. Que investigar no es solo medir, sino también escuchar. Que toda ciencia que ignora la vida cotidiana es, en el fondo, un lujo. Y que pensar desde el territorio no es anecdótico: es político.
En Argentina, múltiples experiencias muestran esta potencia: cooperativas que monitorean el agua que toman, docentes que diseñan sus propios materiales, comunidades originarias que mapean sus territorios en resistencia, trabajadores que sistematizan sus saberes técnicos. Ciencia que no busca premios, sino soluciones. Que no espera financiamiento, sino que se organiza. Que no necesita validación institucional, porque ya tiene legitimidad social.
Este tipo de ciencia necesita visibilidad, no por caridad epistemológica, sino por justicia. Porque el conocimiento no puede seguir siendo un bien escaso, ni una herramienta del poder. Tiene que ser una construcción colectiva. Un derecho. Un horizonte.
Desde La Reacción, apostamos a amplificar estas otras ciencias. No como folklore, sino como modelo. Porque en tiempos donde la verdad parece privatizada, democratizar el conocimiento es una forma urgente de reacción.
En un mundo marcado por crisis múltiples —ambiental, económica, social, afectiva—, la ciencia no puede limitarse a producir papers ni a correr detrás del capital. Tiene que ser parte activa de la conversación pública. Tiene que bajarse del pedestal, mirar al costado, escuchar. Tiene que dejar de pedir permiso para pensarse políticamente. Porque lo político no la contamina: la vuelve relevante.
Una ciencia crítica no es una ciencia ideologizada: es una ciencia consciente. Consciente de su rol, de su poder, de sus límites. Capaz de decir “no” a ciertos desarrollos que destruyen vidas, y de decir “sí” a procesos que no cotizan en bolsa, pero sí mejoran comunidades.
Defender la ciencia pública no es repetir consignas: es discutir para qué y para quién investigamos. Es pensar las preguntas antes que las respuestas. Es abrir la puerta a otros saberes. Es correr el eje de la neutralidad, y ponerlo en la justicia.
Desde La Reacción, elegimos pararnos en ese cruce. Donde el conocimiento se vuelve herramienta, no adorno. Donde la verdad no se decreta, se construye. Donde pensar científicamente no es despolitizar, sino asumir el lugar que ocupamos.
Y porque sabemos que toda transformación —hasta la más técnica— empieza con una decisión ética, escribimos este artículo como lo hacemos con todos: como una reacción.