“Si no pagás por el producto, vos sos el producto.” La frase, repetida hasta el hartazgo, sigue vigente. Pero hoy hace falta ir más allá: porque en el ecosistema digital actual, ya no alcanza con saber que nos venden. Hay que preguntarse qué nos venden cuando creemos que estamos informados. Y quién paga para que eso circule.
La información que consumimos en redes sociales está mediada por plataformas cuyo negocio no es la verdad, ni el criterio, ni el bien común. Es el tiempo de atención. Y para captarlo, priorizan lo que genera clics, escándalo, adhesión ciega o indignación masiva. Así, lo visible no es lo importante: es lo rentable. Y lo que no se monetiza, se invisibiliza.
Desde La Reacción, queremos hackear esa lógica. No solo para decir cosas distintas, sino para cuestionar el modo en que se produce —y se financia— lo que circula como “realidad”. Porque toda agenda tiene un precio. Y todo contenido que se vende como neutral, merece una reacción.
Cada vez que abrís una red social, no estás viendo el mundo: estás viendo una selección del mundo. Una curaduría automatizada basada en tus clics, tus pausas, tus gustos, tus temores. El algoritmo no te informa: te encierra. Te alimenta con lo que confirma tus ideas, con lo que te enoja, con lo que te hace quedarte.
Ese algoritmo tiene una lógica clara: maximizar tu atención para venderla. Lo que aparece primero en tu feed no es lo más urgente, ni lo más veraz, ni lo más relevante. Es lo más rentable. Lo que genera más tiempo de permanencia. Lo que hace que compartas, discutas, reacciones. Lo que te mantiene dentro.
Y esa lógica tiene efectos políticos. Porque cuando lo importante no circula, desaparece del radar. Cuando lo que se viraliza es el escándalo, el dato pierde valor. Cuando lo que se premia es el grito, el argumento se vuelve ruido. El algoritmo, en ese sentido, no solo selecciona contenido: configura realidad.
Desde La Reacción, no creemos que haya una salida tecnológica fácil. Pero sí una actitud crítica necesaria. Hay que dejar de consumir información como si fuera natural. Empezar a mirar la interfaz como campo de disputa. Y entender que cada scroll sin criterio es una oportunidad perdida para reaccionar.
Los medios de comunicación ya no se sostienen con suscripciones ni credibilidad: se sostienen con pauta. Pública o privada, estatal o corporativa, oficial o encubierta. La pauta es hoy el respirador artificial de gran parte del periodismo. Y esa dependencia condiciona todo: los temas que se cubren, los que se omiten, los enfoques que se eligen, los silencios que se negocian.
Pero el problema no es solo quién paga. Es también cómo circula lo que se paga. Porque en el ecosistema digital, incluso los medios que producen contenido valioso dependen del algoritmo para que ese contenido llegue. Así, la pauta no financia solo una línea editorial: también financia su viralización.
El combo es explosivo: medios que necesitan pauta para existir, y algoritmos que premian lo viral antes que lo valioso. ¿El resultado? Títulos diseñados para el clic, no para el criterio. Opiniones extremas disfrazadas de análisis. Escándalos sobreactuados que opacan lo relevante. Y una sensación constante de saturación informativa que agota al lector y anestesia al ciudadano.
En ese contexto, el periodismo se ve arrinconado: si quiere sobrevivir, debe adaptarse a las reglas del juego. Pero si se adapta demasiado, deja de ser periodismo. Porque el rol del periodista no es confirmar prejuicios ni cazar clics. Es hacer visible lo que importa. Y eso, en esta época, es un acto profundamente contracultural. Una reacción.
Nunca estuvimos tan informados. Y, sin embargo, nunca entendimos tan poco. Tenemos acceso a miles de fuentes, millones de posteos, infinitos hilos y análisis. Pero la abundancia no trae claridad: trae confusión. Y esa confusión no es un accidente del sistema. Es su efecto más eficaz.
Cuando todo compite por atención, lo importante pierde. Cuando cada quien vive en su burbuja, el consenso se fragmenta. Cuando la sospecha lo cubre todo, el cinismo reemplaza al pensamiento. Así, la conversación pública se convierte en ruido, y la ciudadanía en espectadores pasivos. Saturados de datos, vacíos de contexto.
En este terreno, florecen los relatos simplistas, las fake news, los discursos de odio. No porque la gente sea ingenua, sino porque está cansada. Harta de no entender. Agotada de opinar sobre todo sin saber nada. Vulnerable a las respuestas fáciles. Y cada vez más tentada por el eslogan que grita, en lugar del argumento que piensa.
La consecuencia más grave no es la desinformación: es la despolitización. El retiro afectivo de la discusión colectiva. La idea de que todo da lo mismo, porque todo está manipulado. Esa resignación es funcional al poder. Porque no hay nada más rentable para los que mandan que una sociedad que no cree en nada.
Desde La Reacción, escribimos para romper esa inercia. Para pensar en voz alta, pero con criterio. Para devolverle sentido a lo común. Porque si lo público está colonizado por intereses, la única respuesta posible es una reacción informada, incómoda y lúcida.
La realidad no es algo que simplemente sucede. Es algo que se construye, que se edita, que se disputa. Y en un mundo donde cada pixel tiene dueño, esa construcción es cada vez más estratégica. Por eso no alcanza con indignarse. Ni con compartir el post “correcto”. Hace falta algo más: criterio. Comunidad. Tiempo. Pensamiento.
Recuperar el sentido común no es volver a una esencia perdida. Es producir un nuevo mapa. Uno que no niegue el caos, pero tampoco lo acepte como destino. Uno donde lo que importa no sea invisible. Donde lo urgente y lo importante no vivan separados. Donde la verdad no sea una marca registrada, sino una construcción compartida.
Desde La Reacción, queremos ser parte de ese mapa. No para trazarlo solos, sino para ofrecer una brújula. Para escribir con otros. Para interrumpir el scroll automático con una pregunta que incomode. Para devolverle dignidad a la información. Para que lo real no se venda, sino que se entienda. Y se discuta. Y se transforme.
Porque si todo lo que vemos está diseñado para que no pensemos, entonces pensar juntos es una forma de resistencia. Una reacción frente al simulacro. Y también, una forma de volver a mirar el mundo con otros ojos.