Vivimos en tiempos donde todo se vende en nombre de la libertad. Libertad de emprender, de consumir, de decir lo que uno quiera, de “ser uno mismo”. Pero cuando una palabra se repite demasiado, cuando deja de incomodar, es momento de sospechar. ¿Qué libertad estamos nombrando? ¿Y al servicio de qué proyecto político?
En el mercado, la libertad es slogan. En la política, es bandera. En las redes, es consigna. Pero pocas veces se la define. Porque si se la define, se la limita. Y si se la limita, se revela lo que oculta: que muchas veces la “libertad” que nos ofrecen no libera, sino que ordena. No amplía, sino que encierra.
Desde La Reacción, queremos recuperar el conflicto que la palabra libertad debería traer consigo. No como concepto abstracto, sino como disputa concreta. Porque cuando todo se vende como libertad, hay que preguntarse quién tiene el poder de ofrecerla. Y cada vez que una palabra se vacía para llenarla de sentido único, lo necesario no es rendirse: es reaccionar.
La palabra libertad tiene historia. No siempre significó lo mismo. Para los esclavos que se rebelaban, era ruptura. Para los pueblos colonizados, era autodeterminación. Para los obreros explotados, era justicia. Siempre fue una palabra con conflicto. Con cuerpo. Con sangre.
Pero en las últimas décadas, el discurso neoliberal logró algo impresionante: transformar ese grito en producto. Vaciarlo de contenido político y llenarlo de deseo individual. Así, la libertad pasó de ser lucha colectiva a ser experiencia de consumo. Libertad es poder elegir entre 50 marcas. Es cambiar de proveedor. Es moverse sin vínculos. Es decir lo que quieras… siempre que no moleste demasiado.
Esta idea se impuso no solo desde el mercado, sino también desde la cultura. Películas, publicidades, influencers, plataformas: todos hablan de libertad, pero casi siempre entendida como elección privada. Como un menú. Como un gesto solitario. Lo colectivo desaparece. Lo estructural se oculta. Lo común se trivializa.
Y ahí está la trampa: si la libertad es solo elegir, entonces la pobreza no es problema político, sino mala elección. Si la libertad es moverse, entonces la migración es privilegio, no derecho. Si la libertad es opinar, entonces cualquier límite es censura. Todo se vuelve superficial. Todo se despolitiza.
Desde La Reacción, queremos recuperar la libertad como concepto político. Como relación con el poder, no como selfie. Como capacidad de decidir juntos, no de competir solos. Porque cuando la libertad deja de molestar, es porque ya fue capturada. Y frente a esa captura, nuestra única herramienta es el pensamiento. Nuestra única defensa es la reacción.
En el discurso político actual, la palabra libertad aparece como antídoto contra todo lo que suene a límite: impuestos, Estado, sindicatos, regulación. Se la opone al “costo argentino”, al “adoctrinamiento”, a la “casta”. Y así, la libertad se convierte en un escudo ideológico: un recurso retórico para proteger privilegios y desarmar derechos.
El truco es sencillo: se iguala libertad con desregulación. Se repite que todo lo que impone condiciones es opresivo. Que la verdadera libertad es no tener jefes, ni normas, ni Estado. Pero esa idea, que parece radical, es profundamente funcional al poder económico. Porque en un mundo sin reglas, ganan siempre los que ya tienen ventaja.
¿Quién puede elegir libremente si no tiene acceso a salud, educación, tiempo? ¿Qué libertad tiene el que depende de una app para sobrevivir? ¿Dónde está la autonomía cuando las condiciones materiales te encierran en un laberinto sin salida?
El resultado es una paradoja brutal: en nombre de la libertad, se destruyen las condiciones que la hacen posible. Se atacan políticas públicas que democratizan oportunidades. Se demoniza lo común. Se aplaude el mérito individual sin mirar desde dónde corre cada uno. Y se instala una lógica salvaje: la del “sálvese quien pueda”.
Desde La Reacción, rechazamos esa libertad despojada de comunidad. Porque una libertad sin justicia es apenas un privilegio. Porque la libertad del zorro en el gallinero no es libertad: es impunidad. Y porque no queremos elegir entre obedecer o desaparecer. Queremos decidir en común. Queremos pensar desde otro lugar. Queremos reaccionar.
¿Y si en vez de pensar la libertad como competencia, la pensáramos como capacidad? No como ausencia de límites, sino como potencia para decidir junto a otros. No como derecho abstracto, sino como condición concreta: tiempo, salud, redes, afectos, recursos. Sin eso, no hay libertad posible. Hay solo sobrevivencia decorada con eslóganes.
La libertad no es huir del Estado, es disputarlo. No es estar solo, es poder estar con otros sin desaparecer. No es elegir entre opciones prediseñadas, es tener voz en el diseño del menú. Y eso implica, sí, aceptar ciertos límites: los que protegen lo común, los que impiden el abuso, los que equilibran las diferencias. No todos los límites son opresión. Algunos son garantía.
Existen prácticas sociales que ya encarnan esta otra libertad: cooperativas que producen sin patrón, redes de cuidados que sostienen sin jerarquía, comunidades que deciden sin esperar permiso. Experiencias que entienden que ser libre no es escapar, sino habitar con autonomía. Con responsabilidad. Con ternura política.
También hay libertades que no se nombran pero que importan: la libertad de no tener miedo. De no esconderse. De no callarse. De no autocensurarse. De ser en plural. De decir “nosotros” sin que eso implique renunciar al “yo”.
Desde La Reacción, apostamos a esa libertad: encarnada, situada, imperfecta, pero real. Porque mientras nos vendan libertad como un producto más, seguiremos atrapados en el escaparate. Y para salir de ahí, hace falta algo más que resignación o rabia: hace falta criterio. Hace falta política. Hace falta reacción.
La libertad no está perdida: está secuestrada. Por discursos que la usan como escudo, por mercados que la venden como estilo de vida, por políticas que la reducen a opción entre desigualdades. Pero esa palabra merece más. Merece volver a ser incómoda. Merece ser pensada, discutida, reinventada.
No se trata de rechazar la libertad, sino de disputarla. De recordarla como una conquista que nunca es definitiva. De defenderla como práctica política, no como etiqueta. Porque sin libertad, no hay democracia. Pero sin comunidad, no hay libertad. Y esa tensión —esa dialéctica— es el corazón de todo proyecto emancipador.
Desde La Reacción, no queremos resignarnos a una idea de libertad que solo sirve para desarmar derechos y legitimar privilegios. Queremos una libertad que piense. Que moleste. Que se incomode con la injusticia. Que no tema al conflicto. Porque ahí, en el cruce entre deseo y límite, está el espacio de lo político. Y lo político es siempre posibilidad.
Posibilidad de decir no. Posibilidad de proponer. Posibilidad de cambiar.
Y toda posibilidad empieza por una palabra que interrumpe el sentido común.
Esa palabra, hoy, es reacción.