Cada vez que alguien necesita atención médica y no la consigue, la salud deja de ser un derecho y se convierte en privilegio. Cada vez que una investigación queda archivada porque no es rentable, el conocimiento deja de ser público y se transforma en producto. Y cada vez que un laboratorio define precios que nadie puede pagar, el sistema falla.
La salud pública no es solo un servicio: es una expresión concreta de cómo una sociedad entiende el cuidado, el acceso, la vida. Pero en las últimas décadas, ese sentido se ha desplazado. Lo que antes era bien común hoy se mide en retornos. Lo que antes era urgencia ahora se planifica en Excel.
Desde La Reacción, queremos discutir ese desplazamiento. Porque detrás de cada ajuste, de cada recorte, de cada “reforma”, hay un proyecto. Y ese proyecto muchas veces elige la rentabilidad por sobre la equidad, la eficiencia por sobre la dignidad, el negocio por sobre el cuidado.
Y frente a eso, necesitamos algo más que diagnósticos.
Necesitamos reaccionar.
En teoría, la salud es un derecho. Pero en la práctica, muchas veces es un servicio condicionado por la lógica del mercado. El acceso, la calidad, la oportunidad del cuidado dependen cada vez más de cuánto se puede pagar, de qué cobertura se tiene, de si la enfermedad es “rentable” o no.
Los sistemas de salud mixtos —como el argentino— reflejan esta tensión. Mientras el sector público se sostiene con presupuestos cada vez más ajustados y profesionales saturados, el sector privado avanza con planes selectivos, clínicas exclusivas y tratamientos que se ofrecen como paquetes premium. El resultado es una medicina segmentada, que trata de manera desigual a quienes deberían ser atendidos por igual.
En el mundo de la investigación, la lógica no es distinta. Muchísimos avances científicos nacen en universidades públicas y hospitales estatales, pero luego son patentados por grandes laboratorios que monopolizan su uso y encarecen su acceso. El conocimiento, producido colectivamente, termina secuestrado por intereses corporativos.
Las farmacéuticas son un ejemplo claro: desarrollan medicamentos en función de la rentabilidad esperada, no de la necesidad global. Por eso hay múltiples tratamientos para el insomnio, pero escasean los antibióticos frente a superbacterias. Por eso se invierte más en cosmética que en salud mental. El mercado decide qué cuerpos son urgentes y qué dolencias son negocio.
Desde La Reacción, denunciamos esta mercantilización de lo vital. Porque si la vida se mide en dólares, entonces la salud deja de ser derecho y pasa a ser producto. Y frente a esa lógica, no basta con atender síntomas: hay que diagnosticar el sistema. Y sobre todo, reaccionar.
Frente al avance de la mercantilización, el Estado sigue siendo —cuando se lo propone— una de las pocas herramientas capaces de garantizar el acceso equitativo a la salud. Pero para eso, no basta con sostener estructuras: hay que disputar sentidos. Porque defender la salud pública no es solo defender hospitales; es defender una idea de sociedad.
Cuando un sistema de salud prioriza la prevención, la atención primaria, el trabajo territorial, está diciendo algo más que una política sanitaria: está diciendo que todas las vidas importan, no solo las que pueden pagar. Está diciendo que el cuidado no se terceriza. Que la salud no es solo la ausencia de enfermedad, sino la presencia de condiciones dignas.
En este sentido, los movimientos sociales han sido clave. Han denunciado el abandono, han visibilizado la violencia institucional, han propuesto formas alternativas de cuidado. En villas, en barrios populares, en pueblos rurales, son promotoras de salud, redes comunitarias, campañas autogestionadas las que sostienen lo que el Estado a veces olvida.
Durante la pandemia, quedó en evidencia lo que ya se sabía pero no se decía: sin salud pública, no hay sociedad posible. Los hospitales colapsaron, pero resistieron. Las vacunas llegaron, pero no por el mercado, sino por la inversión estatal. Y los aplausos a los trabajadores de la salud fueron efímeros, pero mostraron una verdad: el sistema se sostiene gracias a ellos.
Desde La Reacción, creemos que hay que dejar de pensar el cuidado como gasto. Y empezar a verlo como inversión en comunidad, en justicia, en humanidad. Porque si el mercado decide quién vive y quién muere, lo que está en juego no es un modelo: es el pacto social. Y ese pacto, hoy, necesita una sacudida. Una pausa crítica. Una reacción.
Mientras algunos sectores avanzan en privatizar lo vital, en muchos rincones del país —y del mundo— hay experiencias que demuestran que otra salud es posible. Iniciativas que combinan ciencia, territorio y comunidad. Que desarrollan tecnologías abiertas. Que integran saberes ancestrales. Que entienden que curar también es escuchar, abrazar, acompañar.
En universidades públicas, investigadores desarrollan medicamentos genéricos, kits de diagnóstico accesibles, dispositivos médicos con licencias libres. No porque sean filántropos, sino porque creen que el conocimiento no debe tener precio. Porque entienden que la ciencia no es mercancía: es herramienta.
En centros de salud comunitarios, se apuesta a la atención primaria, al trabajo en red, a la escucha intercultural. Se articulan médicos, psicólogos, trabajadoras sociales, promotoras barriales. Se habla con la comunidad, no sobre ella. Se diagnostica con contexto. Se trata con vínculo. Se cura con tiempo.
También existen propuestas de formación popular en salud: talleres, materiales accesibles, contenidos traducidos. Porque empoderar no es sobrecargar de información técnica, sino permitir comprender lo que nos pasa. Decodificar lo que dice un prospecto, una ecografía, una receta. Entender cómo funciona el sistema para no quedar atrapado en su opacidad.
Desde La Reacción, queremos amplificar estas experiencias. No como excepciones, sino como pistas de por dónde ir. Porque el futuro de la salud no está en manos de CEOs de laboratorios. Está en quienes se animen a imaginar sistemas que cuiden sin discriminar, que curen sin endeudar, que incluyan sin etiquetar.
Y para imaginar eso, primero hay que rechazar lo dado. Hay que dudar del modelo. Hay que reaccionar.
El cuidado no puede seguir siendo una tarea secundaria, ni una función delegada, ni un producto que se compra. El cuidado es el núcleo mismo de lo común. Y pensar una política de salud es, ante todo, decidir a quién cuidamos, cómo lo hacemos y con qué recursos.
Cuando se recorta en salud, no se está “ahorrando”: se está decidiendo a quién se deja afuera. Cuando se privatiza un hospital, no se está “mejorando la eficiencia”: se está redefiniendo qué vidas valen la pena ser protegidas. Y cuando se entregan las decisiones médicas al algoritmo, se está renunciando al vínculo humano.
Desde La Reacción, creemos que la salud pública no necesita ser “modernizada”. Necesita ser fortalecida. No necesita más marketing, necesita más recursos. No necesita CEOs, necesita profesionales con vocación y condiciones dignas. No necesita competir con el mercado: necesita garantizar lo que el mercado no puede ni quiere ofrecer.
Porque la salud no es una app. No es una póliza. No es un número. Es una vida. Una mano que se extiende. Un diagnóstico que llega a tiempo. Un sistema que no te deja caer. Y si eso no nos parece urgente, entonces ya perdimos.
Pero si todavía nos conmueve, si todavía creemos que el cuidado debe estar en el centro, si todavía nos duele lo que duele a otros… entonces hay algo que sigue vivo.
Y eso que sigue vivo, si se organiza, reacciona.