Cuando se habla de tecnología, se suele hablar de innovación, de futuro, de soluciones. Pero pocas veces se pregunta quién la diseña, con qué intereses, para quién. Porque la tecnología no es neutral. Tiene ideología, tiene dueños, tiene efectos. Y sobre todo, tiene poder.
Desde la inteligencia artificial hasta los sistemas de vigilancia, desde los algoritmos que deciden qué vemos hasta las plataformas que organizan nuestras relaciones, todo está atravesado por decisiones políticas disfrazadas de técnica. Y esas decisiones no son inocuas: moldean realidades, distribuyen privilegios, consolidan desigualdades.
La pregunta, entonces, no es solo qué tecnología usamos. Es quién la controla. Quién la programa. Quién lucra con ella. Porque si no cuestionamos eso, el futuro no será una promesa: será una imposición. Desde La Reacción, queremos correr el velo del entusiasmo tecnófilo y preguntar lo incómodo. Para pensar el futuro, hay que interrogar el presente. Y sobre todo, reaccionar.
La narrativa del “progreso tecnológico” suele ocultar una verdad incómoda: la mayoría de las herramientas que usamos a diario son diseñadas por un puñado de corporaciones globales, en laboratorios alejados de nuestras realidades, y con intereses muy específicos. No es que la tecnología avance sola: avanza hacia donde esos intereses la empujan.
Google, Amazon, Meta, Microsoft, Apple. Estas empresas no solo producen dispositivos o servicios: definen los marcos de sentido de lo que es posible, deseable y eficiente. Deciden cómo se almacena la información, qué se prioriza en las búsquedas, cómo se clasifican las personas, qué se censura y qué se amplifica.
Y lo hacen bajo una lógica opaca. Los algoritmos que organizan nuestra vida digital no son auditables ni democráticos. No se discuten en el Congreso ni se votan en elecciones. Pero tienen más poder sobre nuestras decisiones cotidianas que muchas instituciones formales. El ranking de una app puede condicionar desde a quién contratamos hasta qué noticias creemos.
Además, estas tecnologías no son neutras. Cargan sesgos raciales, de clase, de género. Reproducen prejuicios. Penalizan ciertas identidades. Invisibilizan a quienes no entran en sus categorías preestablecidas. Todo bajo el aura de la objetividad técnica, como si lo digital no tuviera ideología.
Desde La Reacción, sostenemos que no se puede hablar de democracia sin hablar de quién controla la tecnología. Porque si las decisiones clave se toman en oficinas privadas de Silicon Valley, el futuro no será nuestro. Será un producto. Y ante eso, no queda más que reaccionar.
No hace falta mirar películas distópicas para ver cómo la tecnología condiciona nuestras vidas. Basta con observar lo cotidiano. Algoritmos que definen qué contenido vemos, plataformas que segmentan qué productos nos ofrecen, sistemas que filtran a quién se contrata o se rechaza en un proceso laboral. Decisiones cruciales mediadas por fórmulas que no entendemos y que nadie nos explicó.
En el mundo del trabajo, la automatización no solo reemplaza tareas humanas: redefine el sentido del empleo. Las aplicaciones de reparto, por ejemplo, precarizan a trabajadores que dependen de un sistema que mide cada segundo, cada gesto, cada entrega. Sin derechos, sin horarios, sin protección. Con puntuaciones algorítmicas que deciden cuánto vale su esfuerzo.
En materia de seguridad, la vigilancia digital avanza como una marea silenciosa. Cámaras con reconocimiento facial, monitoreos de comportamiento online, perfiles predictivos. Todo bajo la promesa de orden, pero a costa de la privacidad. Y el problema no es solo que nos miren: es que esa mirada se usa para clasificar, excluir, controlar.
También en educación y salud la tecnología impone su lógica. Plataformas que estandarizan el aprendizaje, aplicaciones que asignan recursos médicos según modelos de eficiencia, programas que clasifican pacientes por su “rentabilidad”. Así, lo humano se vuelve dato. Lo singular, estadística. Y lo complejo, un número más.
Desde La Reacción, creemos que no se trata de rechazar la tecnología, sino de politizarla. De sacarla del aura de neutralidad y ponerla en debate. Porque si no discutimos cómo se diseña y para qué se usa, terminamos aceptando una forma de poder que no se ve, pero se siente. Y frente a eso, toca reaccionar.
No todo está escrito en código propietario. Frente a la concentración tecnológica, crecen iniciativas que proponen otro modo de diseñar, usar y pensar lo digital. Son tecnologías comunitarias, éticas, abiertas. No buscan maximizar el lucro ni captar la atención: buscan resolver problemas reales con lógicas colaborativas.
En América Latina, surgen redes de soberanía digital que luchan por el control comunitario de los datos. Plataformas de código abierto que priorizan la privacidad. Aplicaciones pensadas desde y para los territorios. Software educativo que no estandariza, sino que adapta. Sistemas de información geográfica que no excluyen, sino que visibilizan.
También hay colectivos de hacktivistas que denuncian abusos de poder digital, que exponen algoritmos opresivos, que promueven la alfabetización tecnológica como derecho ciudadano. En vez de pedir permiso, abren puertas. En vez de consumir tecnología hecha por otros, crean desde lo propio.
En algunos casos, son redes feministas que desarrollan tecnologías libres desde la perspectiva del cuidado. En otros, radios comunitarias que migran a lo digital sin perder el vínculo territorial. Y en muchos, simplemente vecinos organizados para no depender de plataformas que no entienden su realidad.
Estas propuestas no tienen el brillo de Silicon Valley. No buscan unicornios, buscan justicia. No prometen velocidad, ofrecen soberanía. No quieren predecir comportamientos, quieren ampliar libertades. Y por eso son profundamente políticas.
Desde La Reacción, creemos que estas experiencias son más que alternativas: son advertencias. Nos muestran que el futuro no es una línea recta. Que puede ser disputado. Y que no hace falta inventar desde cero: muchas veces, solo hay que desprogramar lo que se nos impuso como natural.
Y para desprogramar, primero hay que reaccionar.
La pregunta no es si vamos a usar tecnología. La pregunta es quién decide cómo, para qué y a favor de quién. Porque cada diseño digital implica una visión del mundo. Y si no intervenimos en esas decisiones, el futuro será programado por otros. No como horizonte colectivo, sino como destino de mercado.
La soberanía tecnológica no es una consigna técnica: es una necesidad democrática. Implica poder auditar los algoritmos que nos afectan. Poder elegir plataformas que respeten nuestra privacidad. Poder decidir qué tecnologías queremos para nuestras escuelas, hospitales, barrios. Implica dejar de ser usuarios pasivos y pasar a ser actores conscientes.
Desde La Reacción, creemos que discutir tecnología es discutir poder. Que no basta con celebrar cada nuevo avance: hay que interrogar sus efectos, sus costos, sus exclusiones. Porque si lo digital se impone sin debate, lo que se pierde es la capacidad de imaginar otros mundos posibles.
Y nosotros no queremos aceptar el futuro como paquete cerrado.
Queremos pensarlo.
Queremos discutirlo.
Queremos construirlo entre todos.
Y para eso, necesitamos algo más que dispositivos.
Necesitamos criterio.
Necesitamos política.
Necesitamos reacción.