En la Argentina actual, la política se discute con memes, se vota con slogans y se gobierna con frases de impacto. El discurso público está saturado de palabras que parecen vacías, pero que esconden batallas simbólicas feroces. Seguridad, libertad, patria, planeros, casta, orden: cada término encierra una disputa por el sentido. Una guerra silenciosa que no se libra con armas, sino con significantes.
Antonio Gramsci lo anticipó hace casi un siglo: quien domina el lenguaje, domina la realidad. Porque las palabras no solo nombran el mundo: lo construyen. Hoy, esa lucha se da en tiempo real, en redes sociales, en discursos virales, en frases diseñadas para instalarse como dogmas. Pero también en los silencios, en lo que no se dice, en las palabras que se evitan.
Desde La Reacción creemos que no hay neutralidad en el lenguaje. Que cada palabra elegida —o excluida— expresa un posicionamiento político. Por eso proponemos una reacción frente al lenguaje domesticado, al relato empaquetado, al sentido común fabricado desde arriba. Venimos a leer el discurso como lo que es: un campo de batalla.
No todas las palabras son inocentes. Algunas se presentan como verdades absolutas, pero están diseñadas para colonizar el pensamiento. Son los “significantes vacíos” que describía Ernesto Laclau: términos que, por su ambigüedad, pueden ser apropiados por discursos opuestos. Palabras como “libertad”, “república” o “justicia social” no significan lo mismo para un libertario que para un militante popular. Sin embargo, todos las usan. ¿Qué pasa entonces? Pasa que el contenido lo define el que logra imponer su versión del sentido.
Tomemos la palabra “casta”. Hasta hace poco, era un concepto marginal en la política argentina. Hoy, gracias a la retórica de Javier Milei, se convirtió en un significante explosivo. ¿Qué es la casta? ¿Los políticos tradicionales? ¿Los sindicalistas? ¿Los periodistas? ¿Los jueces? La ambigüedad no es un defecto: es una estrategia. Al no precisar, el término permite amplificar el odio y canalizarlo hacia múltiples blancos, según convenga. Es una categoría emocional más que analítica.
Otro caso es la palabra “planero”. En apariencia, describe a alguien que cobra un plan social sin trabajar. Pero en el uso mediático cotidiano, “planero” se convirtió en insulto, en estigma, en forma de clasismo brutal. No se discute la política pública: se construye un enemigo simbólico. Se lo vacía de contexto, de historia, de humanidad. Y así, el discurso se convierte en arma.
Hoy, la política no se discute en plazas o cafés: se disputa en la línea de tiempo de Twitter, en los Reels de Instagram, en los edits de TikTok. Allí se da una guerra semiótica en tiempo real, donde los argumentos complejos pierden frente a los slogans, y donde el engagement reemplaza al pensamiento.
La dinámica algorítmica premia la polarización. Cuanto más odio genera una palabra, más circulación tiene. Cuanto más agresiva es una frase, más probable es que se viralice. Así, el debate público se convierte en espectáculo, y la democracia se transforma en una competencia por el control del relato. No importa si algo es verdadero: importa si es “compartible”.
Los medios tradicionales no quedan afuera de esta lógica. Muchos replican sin filtro los marcos discursivos que nacen en redes, amplifican sentidos comunes sin problematizar y legitiman versiones recortadas de la realidad. En lugar de aportar contexto, se suman a la carrera por la atención. El resultado es un ecosistema tóxico, donde la ciudadanía no elige entre ideas, sino entre hashtags.
Frente a esto, desde La Reacción proponemos una pausa activa. No para quedarnos en el silencio, sino para pensar. Porque si el lenguaje es el campo de batalla, entonces necesitamos entrenarnos en leer, en escuchar, en disputar. No se trata de callar al otro, sino de desenmascarar lo que dicen las palabras cuando parecen no decir nada.
El discurso no es solo una forma de describir el mundo: es una forma de intervenir en él. Por eso, recuperar el lenguaje no es un gesto poético, sino político. Nombrar lo que el poder quiere ocultar. Desnaturalizar lo que el sentido común quiere imponer. Resistir al vaciamiento de palabras que alguna vez tuvieron potencia transformadora.
Decir “pobreza estructural” en lugar de “planero” no es corrección política: es precisión ética. Decir “trabajador informal” en lugar de “vago” no es tibieza: es devolver humanidad. Decir “Estado ausente” en lugar de “clientelismo” es señalar al responsable, no a la víctima. Cambiar el lenguaje no es maquillaje: es una reacción activa contra la degradación del pensamiento.
Pero no alcanza con corregir términos. Hay que crear otros nuevos. Lenguajes que surjan desde abajo, que nombren experiencias invisibilizadas, que cuestionen las lógicas que damos por hechas. En los márgenes ya se está haciendo: en el rap villero, en la poesía travesti, en los talleres de las cooperativas, en las escuelas que enseñan a dudar. Ahí late una semántica insurgente que no busca likes, sino justicia.
Desde La Reacción, creemos que el lenguaje puede volver a ser una herramienta de emancipación. Pero para eso, hay que salir del loop de las frases hechas, del cinismo disfrazado de ironía, del odio que se esconde detrás de una consigna. Hay que recuperar la palabra como espacio común. Como gesto de apertura. Como terreno fértil para pensar juntos lo que todavía no existe.
En tiempos donde todo se dice rápido, lo verdaderamente radical es detenerse a pensar qué decimos. Y por qué. Porque cada palabra que elegimos —o evitamos— es una toma de posición. Una forma de estar en el mundo.
Disputar el sentido no es un ejercicio de estilo: es una forma de resistencia. Una manera de no aceptar el relato ya armado, de rechazar los guiones ajenos, de intervenir en la conversación colectiva con voz propia. En un escenario saturado de discursos vacíos, recuperar el poder de la palabra es una urgencia política.
Desde La Reacción, no creemos que el lenguaje lo sea todo. Pero sí creemos que sin lenguaje, no hay nada. Porque no hay acción sin relato. No hay comunidad sin símbolos. No hay democracia sin conflicto por el significado.
Por eso escribimos. Por eso leemos. Por eso hablamos. Porque sabemos que cada frase puede ser una trinchera, pero también un fogón. Y que toda transformación empieza, inevitablemente, por una reacción.